miércoles, 28 de julio de 2010

Su único amigo



Patricia no podía vivir sin él. Sabía que no era perfecto pero al menos, nunca la dejaba sola. Siempre estaba a su lado, aún en los momentos más difíciles. Cuando su padre murió, él fue quien la contuvo y la ayudó a superar esa crisis.

Su familia, sus amigos y muchas personas que apenas conocía, le decían que él no le convenía, que no era bueno, al contrario. Era famoso por su maldad.

Patricia sabía esto, y no estaba con él por rebeldía, sencillamente era su mejor amigo y no podía dejarlo. Sentía que abandonándolo estaría traicionando su amistad. Todo continuó así. La vida continuó. Ella no se separó de él y los demás fingieron que todo estaba bien, pero no era así.

Muy pronto iban a ser sorprendidos por la mala noticia, estaba en el diario matutino. Él era un criminal. Había un grupo de personas que decían poder probarlo. Hubo un juicio, testigos a favor y en contra. El juez sospechosamente, opinó que las pruebas no eran suficientes y desestimó los cargos.

Fue un duro golpe para aquellos que lo sabían culpable y que habían trabajado tanto en busca de una sentencia. Esto afectó especialmente a la familia de Patricia, que durante el juicio casi presentía, la próxima ruptura entre ellos, lo que obviamente no ocurrió.

Luego de un tiempo, la joven comenzó a desmejorar, todos estaban convencidos de que él la esta envenenando, matándola de a poco, como había hecho antes. Pero... ¿Qué podían hacer?

Patricia no aceptó jamás los comentarios adversos, prefería estar con él a pesar de todo. Inevitablemente llegó el día en que tuvo que ser hospitalizada, los médicos la alejaron de él. Le prohibieron la entrada a la sala. La familia de Patricia estaba sumamente agradecida.

Lamentablemente nada se podía hacer por ella, el daño era concluyente. El veneno era lento, pero eficaz. Su madre, cumpliendo con su última voluntad, la sentó en una silla de ruedas, y la llevó hasta un patio interno del hospital. Allí la dejó a solas con él. Fue su decisión. Si debía morir quería hacerlo con su único amigo

Patricia le habló dulcemente, le confesó que sabía que él era el culpable de su malestar. Lo perdonó, pues se sentía cómplice ya que, sabiendo el peligro que corría a su lado, prefirió no dejarlo jamás. Llegado ese instante, sus ojos se cerraron, su corazón se detuvo y él, su verdugo, rodó de entre sus dedos aún encendido.

Fue consumiéndose poco a poco... Y se extinguió, como la vida de
Patricia.